Cuando Thad Beaumont en pleno bloqueo creativo, después de que su novela Las súbitas bailarinas optara al Premio Nacional de Literatura y lo perdiera, decidió seguir los consejos de su mujer y publicar una serie dethrillersretorcidos y sangrientos bajo el seudónimo de George Stark, no pensó, ni por asomo, que le sería tan d ifícil deshacerse de ese otro yo que, no se explicaba cómo, había dejado de ser ficticio. Cuando el comisario Alan Pangborn apareció en su casa acusándole de un brutal asesinato, Thad quería afirmar su inocencia, asegurar que nada tenía que ver con todos esos monstruosos asesinatos cometidos tan cerca de su casa, ni con la retorcida mente que protagonizaba sus novelas policíacas, ni con las llamadas de aquella voz que, obscena y susurrante, le pedía al teléfono que se rindiese. Pero ¿cómo podía explicar que sus huellas ensangrentadas aparecieran por todas partes en la escena del crimen?
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